El tiempo de los emperadores extraños
Ignacio del Valle
(Págs.325-326)
Alfaguara
Aparicio se giró y llamó a voces al tal Antonio dirigiéndose hacia un grupo de rusos que en esos momentos fumaban un cigarrillo cerca de un barracón. De entre ellos salió un chaval joven, de rasgos tártaros, con una sonrisa tan indeleble que parecía pegada con cola. A medida que se acercaba, Arturo tuvo un déja vu, hasta que pudo identificarle como el conductor del trineo que les había llevado a Espinosa y a él a Molewo. El ruso también pareció reconocerle y su sonrisa se amplió unos grados.
-Aquí está, el Antonio -le presentó Aparicio palmeándole en la espalda con el libro-; conduciría hasta un avión si le dejaran.
Antonio le miró con una pasividad servicial que rozaba la estulticia. Arturo estaba indeciso.
-¿Seguro?
-Descuida, es más listo de lo que parece, ¿eh, Antoñito? -le pegó un guantazo en la espalda que casi lo desencuaderna-. Es un crío a la buena de Dios; lo hicieron prisionero el año pasado después de un ataque de los rojos. Cuando los suyos se retiraron, él se quedó entretenido con un jamón que había en un búnker. Al echarle el guante estaba feliz, imagínate. Y, ya ves, la sonrisa no se le ha quitado desde entonces. Nadie tuvo el valor de liquidarlo, así que se lo entregamos a los alemanes.
-¿Y por qué sigue con nosotros?
-Se les escapó y volvió a la División. Después del jamón debía de creer que esto era Jauja. No podíamos hacemos cargo de él, así que lo dejamos frente a sus líneas y lo echamos a andar.
-¿Y entonces? -dijo Arturo con pasmo in crescendo.
-Entonces regresó a la media hora. Después del hambre que pasaría en Leningrado nos dijo que para deshacemos de él habría que pegarle un tiro. Así que, entre pitos y flautas, la guripancia decidió adoptarlo. ¿Qué ibas a hacer?
-Es el hombre que busco -determinó Arturo sonriendo-, pero que esté a mano. En cualquier momento lo voy a necesitar.
-No tenga cuidado, le diré que a partir de ahora se quede rondando por la plana mayor.
-Bols’shoye spasibo. Bols’shoye spasibo «Muchas gracias. Muchas gracias» -le agradeció también a Antonio, que respondió a su vez con una larga y entusiástica parrafada; mientras lo hacía, Arturo distinguió el título del libro que llevaba Aparicio-. Ya veo que ha pasado por la biblioteca de la División, no sabía que le gustaba la lectura.
Aparicio le miró desorientado.
-¿Perdona?
-Cervantes. El Quijote -le señaló el libro.
Aparicio levantó el libro un poco confuso.
-Ah, dices esto. Es que voy a las letrinas.
-Sí, leer ayuda a hacer del cuerpo.
Aparicio seguía sin comprenderle.
-Sí, claro. ¿Tú también necesitas papel?
Abrió el libro mostrando la mitad de sus hojas arrancadas, y Arturo sufrió un violento rubor, maldiciéndose a sí mismo.
-No, creo que ahora no -dijo con prisas-. Bueno, me voy a lo mío.
-Y yo a lo mío -se despidió Aparicio.
Antonio sonrió. Una sonrisa deslumbrante, con todas sus piezas. Indicaba que también él iría a lo suyo.