Los lectores asturianos estamos de enhorabuena, sobre todo aquellos que no lean en asturiano, pues acaba de ver la luz la traducción de uno de esos títulos que casi podríamos catalogar como imprescindibles dentro de la literatura asturiana contemporánea. Los lectores en asturiano ya habíamos podido disfrutar La nieve y otros complementos circunstanciales en su versión original, publicada por Ámbitu en 2007, que ahora es editada traducida al castellano y a nivel nacional por la editorial zaragozana Xordica; una absorbente obra que atrapará al lector desde sus primeras páginas, una buena ocasión para empaparse de la narrativa poética del mejor Xuan Bello, para leer y sentir.
Extraordinariamente recibida por la crítica, esta obra ha vuelto a conseguir que desde fuera de nuestras fronteras vuelva a mirarse hacia la literatura escrita en asturiano. En esta entrevista podremos percibir esa mirada exterior, que acoge con expectación cada nueva obra del autor asturiano, en una conversación con el escritor y periodista Antón Castro, realizada para el Heraldo de Aragón y cedida a Biblioasturias por ambos autores.
Xuan Bello deslumbró a esta parte del mundo con un libro tan inspirado como Historia universal de Paniceiros, uno de esos libros frondosos e híbridos donde todo es posible: se oyen el lamento de los pinos, la agitación de las mareas, el secreto de los bosques, las fábulas de crímenes o el eco de los fantasmas. Discurría en un espacio un tanto inconcreto que era la región íntima del escritor, con sus autores y sus libros, y quizá una imagen simbólica de Asturias. Xuan Bello escribe por necesidad, porque observa la realidad, porque contempla el otoño y la nieve que llega («nieva en mi memoria», dice), porque viaja de aquí para allá o porque se siente, simplemente, un hombre de aldea. Habla de la aldea, de sus moras, de sus pájaros, de los escondites del tiempo perdido que fecunda la memoria. Xordica, en traducción de José Luis Piquero, excelente poeta además, publica La nieve y otros complementos circunstanciales, que es un libro donde cabe todo: el escritor habla de sí, esencialmente. Habla de lo que vive, y eso quiere decir que igual cuenta la mudanza de las estaciones que evoca a una amiga que muere, en un día de lluvia; habla de las cartas que recibe, de los poemas que lee, ya sean de Rilke, de Yeats o Jon Kortázar, o los cuentos de Borges o Dino Buzzati; habla de los caminos, reales e imaginarios, que le llevan y le traen; de ahí que padezca «ansia vital del viaje». Y nos conmina a soñar: «Soñar es la única libertad que lleva una vida (todas lo son) más bien esclava». Un libro intemporal y gozoso que destila talento, lentitud y melancolía. Puede abrirse, en confianza, por cualquier página.
Empecemos a la manera cunqueiriana: ¿Qué está pasando ahora en Paniceiros? ¿Habrá pájaros cantando, se oirá el latido de los pinos o las lágrimas de la piedra no tan inerte?
En Paniceiros predomina el color blanco –lo sé porque un vecino ha colgado en el facebook una foto con este pie: “Ha nevado un poquito de nada”; el silencio, efectivamente, sólo lo rompe el graznido de las urracas, pero eso me lo imagino yo; de vez en cuando, el diamante del día lo rasga también la acatarrada tos de un tractor. Serán los del Sueiro, o los de Casa Santones, que van a recoger leña a algún bosque. En Paniceiros, como en todo el mundo, la vida se mueve y, como en cualquier otra parte, es fácil adivinar hacia adónde se mueve. La única diferencia es que allí, sucediendo lo mismo, las cosas suceden de otra manera. En la adolescencia yo leía La estación total de Juan Ramón Jiménez observando los delicados matices morados de los bosques en noviembre. ¿Le he dicho que hoy predomina el blanco? Sí, pero con el delicado color violeta de las ramas desnudas de los castaños. Busque cualquier cuadro de Anselm Kiefer y podrá verlo con cierta exactitud.
Quien no escribe por rebeldía no escribe para nadie”
¿Qué le debes a Paniceiros, cómo defines, tanto tiempo después, esa región literaria, física y mental?
Decía Chesterton, con muy buen criterio, que un inglés era aquella persona que naciese donde naciese, en una ciudad civilizada o en las antípodas del mundo, siempre llevaba una aldea inglesa en el alma. Los asturianos, en esto, somos como en otras cosas –como en el sentido del humor– algo británicos. Es evidente, a estas alturas de mi vida, que existe un Paniceiros real, comprobable, y otro literario; pero la vida y la literatura se mezclan comúnmente: París no sería París sin Paul Verlaine. París es distinto, por lo menos para mí, después de haber leído los Apuntes de París de Fernando Sanmartín. Yo he convertido, pues así lo he querido, a mi aldea natal en el centro del mundo. Allí se entrecruzan todos los caminos. ¿Qué le debo? Todo. Para la portada de un libro de poemas mío, Los nomes de la tierra, dibujé muy torpemente una isla en cuyo centro estaba Paniceiros. No muy lejos, en aquella ficción tan verdadera, estaba la Roma y el Cartago de los libros. Hace ya casi veinte años de esto. Yo le he ido añadiendo barrios a Paniceiros: Nueva York, Braga, Roma, Barcelona, Madrid… Son ciudades por las que he pasado con mayor o menor intesidad; pero en mis libros no aparece la Nueva York de la postal, sino el Brooklyn de Whitman y el de Auster, el Manhattan de José María Conget; no aquella Braga donde viví un largo año, sino la que minuciosamente describe Altino do Tojal; y así todo. Colecciono identidades, y las sumo, sin renunciar a nada de lo que he sido. A mí me va bien.
¿En qué medida está en La nieve ese espacio?
En La Nieve y otros complementos circunstanciales se habla aparentemente menos de Paniceiros que en otros libros míos puesto que los paisajes –recuerdo ahora Roma y Oporto—son más variados. Conocer de alguna manera es conquistar para el alma terranovas de la emoción; pero las nuevas tierras encontradas siempre las vemos desde una perspectiva distinta, local si quiere, patrimonio del individuo sin duda. Cesare Pavese decía que en todas las playas del mundo él veía la primera playa que vio en su infancia de secano; también veo yo así las ciudades, las personas: a poco que se rasque, Zaragoza, una gran urbe, es como Paniceiros, una pequeña aldea de dieciséis casas. No exagero: un día un historiador inglés me preguntó mi opinión sobre la Guerra Civil Española y yo le comenté lo que sabía, la memoria del consenso fundamentalmente, y me dijo que no entendía nada; pasé a contarle después, con cierto detalle, lo que durante la Guerra Civil había sucedido en Paniceiros y me contestó entusiasmado: “¡Ahora lo entiendo todo!”.
¿Qué le debe un escritor como tú a la geografía y a sus accidentes e incidentes: la tierra, los ríos, los bosques, la llegada del mal tiempo? ¿Cómo te influyen las estaciones? Lo digo a propósito de ‘Elogio del otoño’, de la nieve, y de tantos y tantos golpes de viento o de mar…
Decía Josep Pla, uno de mis maestros, que los seres humanos somos climatológicamente dialécticos. En Asturias, por ejemplo, el carácter de la gente cambia por algo tan simple como es nacer en la vega, entre las paredes del valle, o en lo alto, junto al cielo y divisando las cumbres de otros valles llenos de niebla. Yo nací en lo alto y la imagen de la amplitud del mundo acompaña mi mirada desde que veo. Siento curiosidad por el mundo aunque, está claro, no me he inventado eso de que el paisaje puede funcionar a veces, si se mira mucho y bien, como correlato anímico del escritor. Simplemente es una idea antigua que sigue funcionando. Vivo en el campo, actualmente en Caces, y aunque estoy a quince minutos escasos del centro de Oviedo veo discurrir una tras otra las estaciones. Veo como renace la vida tras su muerte. Eso tiene su importancia existencial: todo renace tras su muerte excepto nosotros. Esa idea desvela y revela.
concibo la literatura como un borrador apresurado de los momentos escasos de intensidad que me toca vivir (…) Anoto y callo. Ese es mi oficio”
¿Cómo defines La nieve y otros complementos circunstanciales? ¿Es un diario, el testimonio de las confidencias, el acta notarial de la incertidumbre de un escritor?
Es todo eso que dices, Antón; es todo eso. Un diario por que concibo la literatura como un borrador apresurado de los momentos escasos de intensidad que me toca vivir; testimonio de confidencias pues la literatura es confidencia apenas, palabras encendidas que se le dicen en voz baja a alguien, con los ojos un poco achispados, en son de amistad; ¿acta notarial de un escritor? Pues está bien dicho y lo que está bien dicho algo de razón ha de tener. Yo, amigo mío, soy un perplejo. He leído mucho sobre la condición humana, he vivido algo y sé de nuestras miserias. ¿Cómo no sorprenderme ante quien puede convocar, a pesar de ser tan mísero como es, la maravilla tantas veces? Anoto y callo. Ese es mi oficio.
Hay muchas historias íntimas, familiares. Por ejemplo evocas a tu abuelo, evocas los cuentos que te cuentan, los cuentos que te cuentas…
La memoria familiar, para mí, es tan importante como la memoria literaria. Las confundo a veces, la verdad; leyendo a Willian Shakespeare, por ejemplo su Lady Macbeth, recordé a una prima mía, de Paniceiros, a la que habían puesto de delegada en la escuela. Además, no hay que olvidarlo, el campesinado tiene una memoria prodigiosa. En los pueblos de Asturias todavía se asusta a los niños evocando a un tal Carixu como en otras partes se le dice Coco; pero resulta que Plubio Caro Carisio fue un general romano que ordenó, hace más de 2.000 años, lo que hoy llamaríamos una limpieza étnica. Escucho eso de “Va llevate Carixu” y sé que no nos limpiaron del todo.
La memoria familiar, para mí, es tan importante como la memoria literaria. Las confundo a veces, la verdad…”
¿En qué medida este es un libro que se alimenta de lecturas, de otros escritores?
Un poema siempre nace de otro poema. Una historia siempre se entrelaza con otra historia. A mí me gusta la literatura manchada de vida como me gusta la vida manchada de literatura (la frase feliz es de José Luis Piquero, un gran poeta que ha sido mi traductor al castellano en esta ocasión). La nieve y otros complementos circunstanciales es, muchas veces, una reflexión sobre las lecturas que iba haciendo o iba recordando. Si medito sobre la playa de Llucalcari, en Mallorca, donde fui tan feliz y estuve tan enamorado, ¿cómo no recordar cada accidente del alma de esa playa? Y entre los accidentes de ese alma, entre el cuerpo de la amada y el aliento del dios del mar, estaban salpicados de arena los versos de Robert Graves. ¿Aprender a leer la vida como se lee un libro? Bueno, en realidad en mi caso es justamente al revés. De todo aquello que te cuento, por cierto, lo único real que perdura son los poemas de Robert Graves. Ni el mar ni la amada de entonces –afortunadamente—están aquí conmigo; pero los versos, y mi viva con quien quiero, sí.
¿Qué te da la poesía, qué lugar ocupa en el diario y en tu trayectoria?
La poesía es el arte de reunir en unas pocas palabras toda la intensidad del mundo. La poesía –como narrador hablo y no como poeta—me lo ha dado todo, incluso procedimientos narrativos. Soy un lector devoto de poesía y a veces descorro el triple velo de la Diosa Blanca y escribo un poema, pero cada vez menos. Le debo más a Celso Emilio Ferreiro o a Francisco Quevedo que a Kafka o a Faulkner. Soy de natural tímido y me siento muy agusto en las fronteras. De no haber sido escritor me hubiese gustado ser contrabandista. De esos contrabandistas de vuestro Aragón que fornicaban a ambos lados de la raya.
Viajar siempre es una metáfora de la vida: sabemos nuestro destino pero nos demoranos, todo lo que podemos, en el trayecto”
¿Cuál es la importancia del viaje en tu escritura y en tu vida?
Decía Agustín de Hipona que sufrir en el presente no era demasiado importante; pero que haber sufrido en el pasado era lo mejor que le podía suceder a una persona. La misma relación la encuentro yo con el viaje: no importa tanto viajar como haber viajado. Viajar, por otro lado, siempre es una metáfora de la vida: sabemos nuestro destino pero nos demoranos, todo lo que podemos, en el trayecto.
¿Cómo vives la relación entre vida y literatura?
La vida vivida y la vida escrita a la postre se acaban pareciendo. A la taberna de Tuña, en Tineo, llegó un día un mercader con un borrico cargado con unos pellejos de vino. Un borracho los vio a la puerta y, frotándose las manos, dijo: “¡Cuántas palabras nuevas han llegado hoy!”.
¿Son los libros, podrían serlo, la mejor patria del hombre, la más segura, la menos fanática?
En muchos aspectos sí. Patria más segura no, puesto que los libros tienen la vocación y la virtud de la incertidumbre; menos fanática sin duda: quien lee a otro se hace otro puesto que leer es igualarse.
¿Por qué escribes en asturiano?
Ya te he dicho que a mí me gusta coleccionar identidades sin renunciar a ninguna anterior. Un coleccionista, ¿quemaría el cromo de Gento porque ha conseguido el de Villa? Pues no a no ser que sea tonto de remate. Escribo en asturiano y en castellano porque son mis lenguas y puedo y sé hacerlo. Todo me empujaba a no escribir en asturiano: pero yo leía y eso me acercó a la tentación de lo difícil y necesario. Quien no escribe por rebeldía no escribe para nadie.
Antón Castro (Baladouro –Arteixo-, 1959). Reside en Zaragoza desde 1978, escritor, traductor, presentador y crítico literario; ha trabajado en El Periódico de Aragón y desde el año 2001 dirige el suplemento Artes y Letras de El Heraldo de Aragón. Ha presentado y dirigido diversos programas culturales en televisión. Es autor de poesía, teatro, relatos cortos y novelas, tanto en castellano como en gallego. En su extensa obra narrativa destacan títulos como Mitologías (1987), El corazón desbordado (1990), Los seres imposibles (1998), El álbum del solitario (1999), Golpes de mar (2006), Fotografías veladas (2008), o el reciente libro de relatos El testamento de amor de Patricio Julve (2011).