Pepe Monteserín
La Conferencia
(Págs. 44-46)
Lengua de Trapo
Conseguí la autorización de Refugio para ir a su casa, que había sidola mía. Deesa manera podría preparar la conferencia con el auxilio imprescindible de los libros; veinte mil, a tenor de los metros de estanterías. Los abrí y olí uno a uno. Desde mi destierro y el consiguiente éxodo, decretado por una jueza sin corazón (¿se lo habría arrancado yo?), nunca había estado tanto tiempo con Refugio, compartiendo su silencio.
-Cariño.
No me contestaba, ni le gustaba que la llamase cariño. Con su comportamiento trataba de explicarme que yo vivía allí en precario y que en cuanto terminase de hacer mis consultas tendría que largarme.
-Refugio.
-Qué.
-¿Nosotros estamos separados o divorciados? -le pregunté aquel jueves, 6 de febrero, después de marcharme de la tertulia a medio cenar.
Los trámites para echarme de casa y quedarse con el hijo, con el inmueble, con los muebles y con los enseres corrieron de cuenta de ella; yo sólo tuve que irme con el rabo entre las piernas.
-¿Por?
-Por saberlo, mujer; por cultura general. Me lo preguntan muchas veces; que si para renovar el carné de conducir, que si para el de identidad, que si para la declaración dela renta. Además, tengo derecho a saberlo, ¿no crees?
Mi hijo veía la tele en el salón, atravesado en su butaca, apoyados sus pies en la estantería de libros, rascándose las plantas en las esquinas de cartoné. Yo permanecía sentado en el suelo, al lado del sofá naranja hecho cama, sacando los libros de las estanterías inferiores para abrirlos por la primera con el fin de ilustrar con principios mi conferencia.
-Eres libre -concluyó Refugio con la frialdad con la que Meryl Streep, en su primer papel importante, mandaba a freír monas a Dustin Hoffman, en Kramer contra Kramer.
Refugio chancleteaba por la casa, iba de una habitación a otra, entraba y salía de la biblioteca, donde yo me arrastraba entre las estanterías que llegaban hasta el suelo. Veía sus tobillos, fustes jónicos, el capitel de sus ligas y sus chinelas, que repicaban como palmas de flamenco, a contrarritmo de los pasos. En algún momento dejaba en el suelo el libro que hojeaba y me ponía a tamborilear sobre el parqué, en la calle desnuda entre el borde de la alfombra yla librería. Refugioiba y venía, como esas muchachas de la Ronda que uno quiere abordar y no encuentra el momento para dirigirse a ellas, la frase adecuada sin errar el tiro. Eres libre, me decía sin detenerse; entrando en la cocina, subiendo a los dormitorios, regañando a Gonzalín: «¿Cómo vas, mi amor?, ¿ya hiciste las cuentas? Luego las repasaré y como estén mal te sacudo. ¡Y deja de rascarte los pies en la librería!». Exhibía ante mí unos derechos que yo había perdido porque, para reñir a Gonzalín, además de la venia de la jueza, había que saber matemáticas o le perdía a uno el respeto; y yo, de matemáticas, cero.
-¿Tan libre como para acostarme contigo esta noche?
Entró en el baño y quedó la puerta entreabierta. Supe lo que estaba haciendo porque, para hacer lo que estaba haciendo, abría el grifo del lavabo, una costumbre muy suya. Todas las costumbres de Refugio eran muy suyas, por más que yo las hubiera compartido.
-Tu libertad termina…
-Donde empieza la tuya -añadí yo, sumiso, hincado de rodillas.
Las frases hechas son peores que los gritos. Eso de que la libertad de uno termina donde empieza la del otro parecía el lema de mi trabajo enla Ronda Sur. Enmi trabajo, la libertad era de dirección única; pero llevábamos años trabajando para que no fuera así, para que los conductores se cruzasen. Es más, el acto amoroso es, o debería ser, una invasión de libertades. Hoy, el acto de escribir bien pasa por una invasión, por hollar un terreno explorado por otros. Yo me obstino en busca de la combinación perfecta de las palabras, como el caco en la combinación de una caja fuerte; ambos para apropiamos de lo ajeno sin que nos descubran, y así dormir en paz.