Miguel Barrero acaba de publicar una obra que sin duda permanecerá en el recuerdo de cuantos la lean. Breve e intensa, La existencia de Dios (Trea, 2012) es un mecanismo de relojería en el que el lector se verá felizmente atrapado, un ejercicio de precisión literaria en que su autor nos conducirá de la realidad a la ficción, de la ficción a la realidad, llegando a plantearnos dónde comienza una y dónde termina la otra. Si les resulta posible, dispongan de tres horas para una lectura continuada, el nivel de adicción de la obra les mantendrá pegado a sus páginas hasta su sorprendente final…
Esta novela es el primer título que la editorial Trea comienza a distribuir en formato papel y digital dentro de su colección de narrativa. Lo hace desde su propia web y colocando el ebook a mitad de precio respecto al papel, en una apuesta por la integración de ese formato digital y la posible suma de lectores.
Miguel Barrero (Oviedo, 1980) es Licenciado en Periodismo por la Universidad Pontificia de Salamanca. Ha desarrollado su labor periodística en medios como Les Noticies, El Comercio o La Voz de Asturias. Con su primera novela, Espejo (KRK, 2005), obtuvo el premio Asturias Joven de Narrativa 2004. En 2007 publica la vuelta a casa (KRK) y con Los últimos días de Michi Panero (DVD Ediciones, 2008) se alzó con el XII Premio de Novela Juan Pablo Forner. La existencia de Dios es su cuarta novela, que consolida una sólida trayectoria a pesar de su juventud.
Quizás debamos comenzar advirtiendo a los lectores que, pese al título, no se van a encontrar con una reflexión teológica ante la existencia o no de Dios…
No. No hay ninguna reflexión teológica, pero sí es cierto que en algún momento se habla de la existencia de Dios y que creo que este concepto, aunque sea de forma implícita y casi siempre soterrada bajo otros aspectos, adquiere no poca importancia en determinados pasajes del libro.
Le hemos escuchado comentar que esta novela tuvo un peculiar punto de partida…
La novela surgió en circunstancias complicadas. En primer lugar, era un momento de incertidumbres porque atravesaba una etapa bastante delicada en el terreno personal; pero además, por aquellas fechas se me acababa de malograr otra novela en la que llevaba trabajando tres o cuatro años y que me terminó conduciendo, sin remedio, a un callejón sin salida. Empecé a escribir La existencia de Dios sin saber muy bien qué estaba haciendo ni para qué. Quiero decir que, al principio, no sabía si aquello que estaba pergeñando –un mero apunte autobiográfico a partir de una anécdota que me había sucedido en Salamanca– terminaría siendo un artículo, un relato breve o un simple ejercicio de estilo cuyo único destino posible era el cajón. Poco a poco, sin embargo, el proceso de escritura fue dilatándose y la novela terminó construyéndose a sí misma.
Encontramos un hilo conector con sus anteriores obras, con la presencia de la memoria y la implicación del autor-narrador, pero quizás esta sea su novela más personal, también la más arriesgada…
Es la más personal, de eso no hay duda, e inevitablemente eso conduce al riesgo de exponerse demasiado o incurrir, sin pretenderlo, en un peligroso ombliguismo o en cierta inclinación al morbo que, no obstante, creo haber evitado.
“La literatura es una trampa y el autor es el primer tramposo porque sabe de qué cartas dispone, qué bazas tienen los otros jugadores y cuál ha de ser el resultado final de la partida”
Llama la atención la elección del formato de novela breve, ¿fue algo preconcebido?
No. Ya digo que la novela surgió sin más, sin partir de ningún esquema preconcebido ni de una idea concreta, y el final llegó cuando tuvo que llegar.
Ese formato conlleva una técnica literaria especial, la inmediatez de la llegada del final exige un especial tratamiento de la trama y su tensión dramática que ha resuelto con brillantez…
Es cierto que las características de la novela corta exigen un determinado tratamiento que tiene muy en cuenta eso que dices, pero también es verdad que nunca sé que responder a este tipo de cuestiones por esa espontaneidad con la que surgió la novela y de la que ya hemos hablado. Cuando me preguntan por el conjunto de las novelas, siempre digo que la única división que yo admito es la que se establece entre Espejo y Los últimos días de Michi Panero, por un lado, y La vuelta a casa y La existencia de Dios, por otro. En el primer caso, ambas surgieron después de una planificación muy consciente que las hizo desembocar en lo que finalmente fueron. En el segundo, empecé a escribirlas sin saber a qué me estaba enfrentando, aunque el impulso que las motivó fue muy distinto en cada caso. Quizás por eso me resulta difícil hablar de esas dos novelas.
En la novela establece un juego literario que mezcla la ficción con -no sé hasta qué punto- realidad biográfica…
Era un juego necesario, teniendo en cuenta las premisas de las que partía el texto y que aquello de lo que quería hablar era algo que me concernía a mí directamente. Podría haberlo camuflado todo bajo unos ropajes de ficción pura que me permitiesen apartar el foco o, al menos, disimular, pero en ese caso el texto no me hubiese convencido a mí. Y yo era su primer destinatario.
En ese texto propone una invitación a reflexionar sobre los que somos a partir de lo que hemos sido…
Supongo que siempre hay un momento en el que resulta inevitable preguntarte quién eres, y esa cuestión sólo puede dilucidarse en función de lo que uno ha sido previamente, atendiendo a las expectativas de entonces según las realidades de ahora. En realidad, es un juego perverso, porque implica juzgar el pasado desde unos criterios éticos y morales de los que carecíamos cuando ese tiempo transcurría.
Una reflexión también sobre la memoria y su capacidad para transformar el pasado, pudiendo interferir en el presente y quién sabe si en el futuro…
La memoria es tramposa por definición. El pasado nunca se reconstruye tal cual fue, sino a partir de lo que uno cree que ha sido, y ese fenómeno convoca casi irremediablemente a la nostalgia y, por extensión, y lo que es peor, a caer en la autocomplacencia. En cierta manera, se trataba de emparentar ese juego de la memoria con el juego de la propia literatura y el famoso concepto de verosimilitud, partiendo de ese pacto no escrito entre el autor y el lector para, llegados a un determinado punto, subvertir las reglas y evidenciar que no todo es lo que parece por la sencilla razón de que tampoco tiene por qué serlo.
“La memoria es tramposa por definición. El pasado nunca se reconstruye tal cual fue, sino a partir de lo que uno cree que ha sido”
La narración transcurre a lo largo de una noche, pero el juego literario le permite revisar toda una década, la de los noventa, de la que no existen muchas referencias literarias… y claro, ya le han puesto la etiqueta de novela generacional…
No me disgusta esa etiqueta, aunque decir esto resulte petulante, porque puede que sí sea cierto que en ella se reflejan, de alguna manera, las inquietudes de la gente que tiene más o menos mi edad y que atravesó vicisitudes parecidas a las que yo relato. Lo que pasa es que ni por asomo se me ocurrió esa lectura hasta que Juan Cueto, que fue una de las primeras personas que le echó un vistazo al manuscrito, me la señaló, y luego han sido muchos los que me han venido repitiendo, casi punto por punto, sus palabras. No me molesta, ya digo, pero mi impresión particular es que ésta es una novela puramente personal; nunca me planteé la posibilidad de que mis experiencias se pudieran transferir a un colectivo tan grande e indeterminado como es una generación. De ahí, fundamentalmente, la sorpresa.
Llega a hablar de que aquella fue una generación perdida…
Vuelvo a lo que te decía: en realidad, me baso en apreciaciones personales, y si digo eso es porque tanto yo como muchos de los que estaban (y están) a mí alrededor teníamos esa impresión: no la de que fuésemos una generación perdida para el mundo, sino la de que nosotros (y ese nosotros de ningún modo englobaba a un colectivo más amplio que el que abarcaba al grupo en el que nos movíamos) nos encontrábamos perdidos ante una sociedad a la que teníamos que enfrentarnos sin disponer ni armas ni estrategias y que se caracterizaba por haber demolido, sistemáticamente, todos los mitos que engendraron los que nos habían precedido. No se trata de una pérdida histórica, por decirlo así, sino de un extravío mucho más íntimo y mucho más concreto que, por lo que se ve, no era tan exclusivo como pudimos pensar entonces.
Su ciudad natal, Mieres, se muestra como un personaje más de la novela, que sufre también ese punto de inflexión de la década de los noventa, pierde sus referencias…
Sin embargo, pese a ser La existencia de Dios una novela con unas referencias geográficas, sociales e históricas muy marcadas, la interpretación colectiva me ha llegado desde fuera. Quiero decir que quienes primero se sintieron reconocidos en sus páginas no vivieron ni aquel lugar ni aquellas circunstancias, pero supieron trasladarlas a los contextos que ellos mismos habían conocido. Hablo de Mieres porque es el lugar donde pasé unos años que resultan cruciales para cualquier individuo y que son los que ocupan la novela, pero no con el ánimo de hacer sociología a costa de un tiempo y un lugar determinados.
Todos hemos tenido esos amigos de adolescencia que con el tiempo se fueron quedando a un lado. Su novela es un recuerdo a esa amistad y a su transformación, llega a hablarnos de una amistad egoísta…
La amistad siempre tiene un punto de egoísmo, y posiblemente más en esas etapas de la vida, porque se trata de la necesidad de encontrar otro en el reconocernos; alguien que, en sentido directo o indirecto, nos ayude a refrendar nuestra forma de ver la vida y de quien podamos disponer cuando así lo entendamos. Al fin y al cabo, uno se rodea de gente porque le resulta muy difícil, yo diría que imposible, sobrellevar su propia soledad.
“La amistad siempre tiene un punto de egoísmo”
Hemos de mencionar también a la muerte, presente en su novela como detonante, como aquella que llega a destiempo y que en momentos puede interpretarse como una evasión voluntaria…
Puede que el tema fundamental de esta novela sea el de la madurez, entendida como ese momento en el que uno asume que se encuentra solo ante el mundo y tiene que obrar en consecuencia. En ese sentido, creo que la primera experiencia que nos acerca a esa percepción es el momento en el que uno toma conciencia de la muerte, que es tanto como adquirir plena consciencia de la nada. Aunque con el tiempo lo vayamos interiorizando y llegue un momento en el que la idea de que un día vamos a morirnos nos resulte algo tan natural como el impulso de beber cuando se tiene sed, el instante en el que uno entiende que, a fin de cuentas, da igual lo que haga porque tarde o temprano tendrá que desaparecer y todo seguirá pasando como si él no hubiese existido nunca es verdaderamente dramático. La muerte siempre llega a destiempo, por una u otra razón. Rara vez desea uno morirse, y cuando sí lo hace y busca esa evasión voluntaria de la que hablas, son los demás los que sienten las convulsiones ante algo tan terrible como inesperado.
Hemos tratado de no desvelar detalles de la trama para que los lectores puedan participar por completo de su magia, pero hemos de destacar también ese giro copernicano del epílogo, un ejercicio metaliterario que seguro sorprenderá al lector…
Puede que les sorprenda, sí. En cierto modo, también me sorprendió a mí [risas].
¿Encontramos en ese epílogo una explicación a su visión de la creación literaria?
Todo esto es muy viejo. Tendemos a ponernos estupendos cada vez que hablamos de cosas como la autoficción o la metaliteratura, pero hay toda una tradición que viene de ahí y que tiene como piezas fundamentales obras tan incorporadas al canon clásico como El Quijote, la Divina Comedia o el Lazarillo de Tormes. La literatura es una trampa y el autor (o el narrador, según se mire) es el primer tramposo porque sabe de qué cartas dispone, qué bazas tienen los otros jugadores y cuál ha de ser el resultado final de la partida. Es un tahúr que propone y dispone, y ante el que los demás sólo pueden entregarse, por mucho que asuman voluntariamente que él participa de su propio desconocimiento. Lo que hace el epílogo es desvelar la trampa y propiciar una lectura distinta que tampoco tiene por qué ser la verdadera, lo que convierte ese reconocimiento, a su vez, en otra trampa.
Es usted periodista y escritor, ¿hasta qué punto se retroalimentan cada una de estas facetas? ¿las distingue completamente, dejan su poso la una en la otra?
Supongo que algo se retroalimentan, aunque yo no soy consciente de ello porque la actitud con la que me enfrento a una novela es muy distinta de la que pongo en un artículo, un reportaje o una noticia. Soy muy mal crítico de mi mismo, no sé si por desinterés o ineptitud, y me resulta complicadísimo establecer la distinción exacta, o las conexiones, entre el escritor y el periodista, más allá de las evidentes diferencias en el uso del lenguaje o la sintaxis, por lo demás lógicas teniendo en cuenta las características de ambas disciplinas.
Como periodista cultural ¿podría calificar el momento que está atravesando la literatura creada en Asturias? Como lector y escritor, ¿podría recomendarnos la lectura o el seguimiento de alguno de nuestros autores?
Cuando publiqué mi primera novela y me hacían esa pregunta, contestaba muy contento que la literatura vivía en Asturias una situación óptima y que todo era estupendo, supongo que porque al afirmar eso quería reafirmarme a mí mismo. Hoy soy bastante más pragmático: en Asturias se escriben libros buenos, regulares y malos, supongo que como en cualquier otro lugar de España, con la única particularidad de que aquí contamos con tres lenguas que sirven para enriquecer el panorama a ojos de la crítica y los expertos, porque tampoco es que los lectores abunden. Evidentemente, hay nombres conocidos por todos y a los que es necesario leer para hacerse una idea completa y cabal de la cuestión literaria por estos pagos, me refiero a autores como Ricardo Menéndez Salmón, Xuan Bello, Xandru Fernández, Pepe Monteserín, Fulgencio Argüelles, Vanessa Gutiérrez, etcétera. Pero, ya que me preguntas, voy a aprovechar para reivindicar a dos veteranos, Luis Fernández Roces y José Antonio Mases, que no son tan leídos como debieran, y de paso poner el foco en gente que está haciendo cosas muy interesantes, como Chus Fernández, Ismael Piñera o Héctor Pérez Iglesias.
Hay un importante distanciamiento entre la calidad de la narrativa asturiana y su seguimiento por los lectores asturianos… ¿qué cree que está fallando?
El problema principal es que se lee poco. A eso hay que sumar la escasa capacidad de las editoriales asturianas para hacer frente a una promoción que permita competir a sus productos con los de grandes grupos como Planeta o Mondadori. Si a eso sumamos el desinterés hacia todo lo que huela a cultura que impera en la sociedad en que vivimos, podemos completar perfectamente la ecuación.
Ha vivido en primera persona el cierre del diario La Voz de Asturias, en el que trabajaba como redactor… ¿cómo puede valorar esa pérdida para los lectores asturianos?
La desaparición de un periódico, de cualquier periódico, es una noticia muy triste. Nos empobrece a todos. El hecho de haberlo vivido en primera persona es lo de menos. Pensaría lo mismo si no hubiese trabajado nunca allí. A nivel personal, eso sí, estoy muy orgulloso de mi paso por sus páginas, e inmensamente agradecido a quienes decidieron contar conmigo para una andadura que terminó mal, pero que fue bastante sustanciosa.
(3 de mayo de 2012)